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Tratando de entender esto de vivir

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¿Y si descorremos las cortinas?

Si algo de positivo trajo la pandemia, fue poner sobre la mesa la necesidad de reflexionar sobre aquello de la vida que dejamos aparcado o resuelto insuficientemente mirando para otro lado. Y la pandemia nos puso una gran patata caliente encima de nuestra mesa, y no me estoy refiriendo a la muerte y a enfrentarnos a nosotros mismos, que también, por supuesto, sino a la tercera edad, dentro de las residencias y en cualquier circunstancia.

Meses antes de marzo de 2020, enfrente de mi casa abrieron un centro de día para mayores, lo que en palabras de mi madre es una “guardería para mayores”. Y en este caso la expresión tiene su chiste porque está justo al lado de una guardería infantil. Ambos centros están en el bajo de un edificio solo separados por un tabique, orientados al sur y con acceso a una especie de terraza que no deja de ser una “plaza” amplia entre edificios.

La guardería es fácilmente reconocible por sus paredes exteriores pintadas de azul y con motivos infantiles, además de tener una pequeña valla de colores para que no haya sorpresas (ya se sabe que “los niños nos ciegan”), y unas ventanas, por supuesto azules, muy “alegres” por los dibujos pegados en los cristales. El centro de día, por su parte, no dice qué es (¡no vaya a ser!) a excepción de su nombre, Lembranzas (recuerdos), en un letrero que ya va indicando de qué se trata. A diferencia de la guardería, tiene unos grandes ventanales y puertas que, en teoría, dejan entrar la luz del día y los rayos de sol a raudales, eso sí, siempre que se les deje y salga el sol. Sus paredes exteriores son blancas y el aspecto general del centro no tiene ningún distintivo especial, salvo por el hecho de que las cortinas están todo el día cerradas, hasta el punto de que alguien, si no lo conoce, se preguntaría qué hay dentro.

Así que, desde el exterior, da la sensación de que la guardería infantil se abre a todo lo que venga de fuera y el centro de día se cierra a todo lo que venga de fuera. Y no es una manera de hablar porque cuando hace buen tiempo o el tren de mercancías pasa a pocos metros de manera puntual, los cuidadores infantiles hacen que los niños salgan a esa terraza, siempre que no llueva, para que disfruten del aire libre y vean circular un tren al que saludan efusivamente. ¡Toda una fiesta! Que yo recuerde, solo una vez los mayores salieron a esa plaza para disfrutar del aire libre y solo una vez vi las cortinas descorridas para que pudiesen ver el paso de ese mismo tren que tanta emoción produce.

Podríamos decir que ambos centros, salvo excepciones, son representativos de muchos otros, ya “guarden” niños o mayores.

La palabra “guardar”, según el diccionario de la Real Academia Española, en su primera acepción significa Tener cuidado de algo o de alguien, vigilarlo y defenderlo, y hasta ahí todos de acuerdo. La cuestión es cuando esa acción se vuelve contra sí misma, cuando se pierde de vista que lo que se guarda es más importante que el hecho de guardarlo en sí.

Sin duda alguna, la existencia de los centros de día y de las residencias de la tercera edad responden a una demanda social. Eso nadie lo discute. El caso es que cuando se llega a estos centros, cada cual con su mochila vital y física, no se pregunta cómo va a discurrir la vida en ellos porque ya otros se encargaron de eso. La sociedad se autogestiona de tal manera que hace que parte de sus miembros se encarguen de “estudiar” cuál sería la mejor forma de cuidar de alguien, de vigilarlo y defenderlo. Así nacen los “protocolos”. Palabra archiconocida a nivel popular a raíz de la pandemia, que trata de normalizar las acciones propias de un proceso.

Y el proceso de vivir entre esas cuatro paredes se vuelve costoso y no precisamente por lo que cobran (bastante más que un sueldo al uso), ni por el hecho de que te tienes que acostar con las gallinas, cuando no tienes sueño, o levantarte cuando sí lo tienes; comer cuando no tienes hambre y ducharte cuando tienes frío; acudir a la sala comunitaria cuando preferirías quedarte a solas leyendo un libro o, en definitiva, que te traten como a un niño porque todo se hace por tu bien. Se vuelve costoso porque en todo este proceso se cuida de lo físico y se olvida lo anímico. La frase popular “se murió de pena” alude a la importancia de lo anímico en el ser humano, hasta el punto de que puede hacer que el cuerpo físico languidezca y se convierta en una cárcel e incluso lleve a la muerte, o todo lo contrario.

Si bien cada cual es responsable de su propia vida y, por lo tanto, de su ancianidad, la sociedad también es responsable de perder de vista que el individuo debe vivir, no subsistir; es responsable porque cuando se ocupa del cuidado de sus miembros, debe tener en cuenta que la vida debe seguir estando presente en todas sus manifestaciones y no debe darse por vencida por lo que se ve al final del camino.

Todos sabemos que la vida es finita, pero todos deberíamos saber que no se trata del tiempo que se vive sino de cómo se vive ese tiempo.

 

Bea Prego

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